La ejecución del periodista norteamericano James Foley a
manos de un tal John, un yihadista de la Guerra Civil siria, es un hecho
escalofriante. El objetivo de mostrar el degüello en cámara fue cumplido. La
idea de venganza cumplió su cometido. Pero hay otra historia en este suceso,
que supera la venganza por la venganza misma y que castiga por igual a los
protagonistas.
Hay hechos confusos, procesos psicológicos
inexplicables para el caminante común. La ejecución del periodista James Foley por
un tal John es uno de esos. No alcanzan las razones ideológicas y el peso
religioso. El que mata – aunque se mueva, hable y camine – sabe que está muerto
y también sabe que matará a un inocente. Es inocente en tanto que de él no
dependen ni dependieron las causas por las que Siria entro en esa guerra civil
y tampoco tiene mucho peso en las razones por las que el poder económico y
político “occidental” se la agarró con el mundo islámico. El que mata lo sabe.
Sabe que su acto es un simbolismo en toda regla.
Sabe que esa muerte es un “juego virtual” de mensajería. Y sabe también que el
que tiene de espaldas frente a sí, no es un símbolo, no es producto virtual. Lo
sabe porque lo siente respirar y, en este caso, lo oyó decir el mensaje que
previamente pactó. Sabe también que es un hombre que se despide sin querer
irse.
El que mata, también debe suponer que en ese mismo
acto está matando a otros que no conoce, no sabe qué piensan y aun menos de sus
realidades materiales y afectivas. Pero los mata igual. Los mata por acción
indirecta, por amputación de partes sensibles, por aniquilación de afectos, por
cauterización violenta de emociones. ¿Matará por enajenación religiosa? ¿Matará
por fanatismo aún más fuera de carril? ¿Matará porque no puede discernir entre
imagen y realidad? ¿O matará porque es tan miserable que no puede rebelarse
ante la voz de mando, de un mando que no conoce y que lo azuza desde el “poder
de la fe”? Entonces en este caso,
matará por debilidad mental.
Lo cierto es que el que mata, mata. Aquí no hay
eufemismos ni juego ni realidad virtual. Una vida se ha ido sin más causas que
un puñado de expresiones que hacen las veces de explicaciones. Explicaciones
que pretenden mostrar una causa y se exhiben con la arrogancia de “causa
justa”.
Pero la verdad es que el que va a morir no sabe
porqué va a morir. Una serie de pensamientos inconexos deben servirle para
afrontar el momento, la mayoría banales; tales como que no debería haber estado
en ese sitio o que si hubiera hecho tal cosa entonces no lo hubieran apresado.
Lo único que sabe es que va a morir. Tiene una vaga idea de que no estará más
en los lugares que conoce a través de sus sentidos y es probable que evalúe
alguna explicación, deseo y tal vez entusiasmo sobre un “mundo” que no conoce y
prefiere que exista, que esa esperanza le sirva de consuelo para tomar con
entereza, integridad, el momento de su muerte. Tal vez todo eso le sirva para
no desintegrarse moralmente en la despedida, para no descomponerse
materialmente por el miedo. Debe tener miedo, pero eso no lo sabremos nunca.
Lo cierto es que el que va a matar sabe que va a
matar y el que va a morir sabe que va a morir, aunque hasta el último suspiro
espere algo que evite lo inevitable. Los dos saben – en distintos niveles y
vividos en forma diversa – que el acto es injusto. No hay nada personal entre ellos.
No se conocen, jamás se cruzaron en sitio alguno, cada uno desconoce el nombre
del otro. Pero en ese momento que muestra la foto, ambos están confundidos en
el mismo acto que ninguno eligió y que decidió “Otro” en algún sitio que no
conocen y no conocerán. El que viva, luego de los instantes fatales, tampoco
vivirá más. Porque a la ceremonia de la muerte se asiste una sola vez, tanto
sea como víctima o como verdugo.
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